jueves, 12 de agosto de 2010

Jose Antonio Ramos Sucre (1890-1930) Sobrino bisnieto del Gran Mariscal de Ayacucho Antonio José de Sucre.

Recopilador: Argimiro Torres*
Es el indiscutido maestro vanguardista del poema en prosa -en Venezuela-
Tres son sus libros poéticos: La Torres de Timón (1925), El cielo de esmalte (1929) y Las formas del fuego (1929)

PRELUDIO
Yo quisiera estar entre vacías tinieblas, porque el mundo lastima cruelmente mis sentidos y la vida me aflige, impertinente amada que me cuenta amarguras.
Entonces me habrán abandonado los recuerdos: ahora huyen y vuelven con el ritmo de infatigables olas y son lobos aullantes en la noche que cubre el desierto de nieve.
El movimiento, signo molesto de la realidad, respeta mi fantástico asilo; mas yo lo habré escalado del brazo con la muerte. Ella es una blanca Beatriz, y, de pies sobre el creciente de la luna, visitará la mar de mis dolores. Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor.

EL FUGITIVO
Huía ansiosamente, con pies doloridos, por el descampado. La nevisca mojaba el suelo negro.
Esperaba salvarme en el bosque de los abedules, incursados por la borrasca.
Pude esconderme en el antro causado por el desarraigo de un árbol. Compuse las raíces manifiestas para defenderme del oso pardo, y despedí los murciélagos a palmadas.
Estaba atolondrado por el golpe recibido en la cabeza. Padecía alucinaciones y pesadillas en el escondite. Entendí escaparlas corriendo más lejos.
Atravesé el lodazal cubierto de juncos largos, amplectivos, y salí a un segundo desierto. Me abstenía de encender fogata por miedo a ser alcanzado.
Me acostaba a la intemperie, entumecido por el frío. Entreveía los mandaderos de mis verdugos metódicos. Me seguían a caballo, socorridos de perros negros, de ojos de fuego y ladrido feroz. Los jinetes ostentaban, de penacho, el hopo de una ardita.
Divisé, al pisar la frontera, la lumbre del asilo, y corrí a agazaparme a los pies de mi dios. Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura.

"La torre de Timón"


El poema comienza desde su título a señalar su sentido trascendental, pues se trata de un hombre que se pone en condición de fugitivo, lo que da a entender un escape desesperado de un ambiente opresor que no es otro que el mundo materialista y desenfrenado.
El fugitivo va con los pies adoloridos y por un terreno descampado, es decir, cansado de recorrer por las diferentes vías y medios que suponen la trascendencia y a merced de los errores que puedan tener, que es lo que viene a significar el terreno descampado y la “nevisca que mojaba el suelo negro”. Luego prosigue con una decepción producida, obviamente, por la escasez de respuestas espirituales que (en nuestro caso) se encuentran en la religión tradicional simbolizada por el “bosque de abedules” que se ven “incursados por la borrasca”, o sea, las discrepancias, oprobios y calamidades que recaen sobre ésta. Finalmente el fugitivo resuelve ocultarse en “un antro causado por el desarraigo de un árbol” que no es otro que el antro de su propia interioridad donde el árbol representa “la vida del cosmos”17 o su “naturaleza humana”18 donde, haciendo uso de la templanza manifiesta por la conciencia, se defiende de los impulsos instintivos que son el “aspecto peligroso del inconsciente” representados por el simbolismo del oso, “atributo de hombre cruel y primitivo”19 y espanta las dubitaciones que es lo que corresponde al murciélago.
El siguiente párrafo manifiesta la confusión y aturdimiento que produce acercarse a la “verdad reveladora”, es decir, a la convicción interna de la supremacía de la “voz de la conciencia” que deslumbra las verdades del Ser, las cuales, debido a su profundidad, pueden ocasionar “alucinaciones y pesadillas” que no tienen otra connotación que las luchas internas entre el Ser superior e inferior y la forma de superar tales tiranteces, no es otra que ser firmes en el camino de la superación y “escaparse más lejos”.
“Atravesar el lodazal” representa la superación del ego y todas las cosas que a él van vinculadas como las bajas pasiones, la gula, la envidia, la pedantería, la vanidad, la cólera, la soberbia, la avaricia; en fin, todos los vicios humanos. Después de la superación del ego, el iniciado se enfrenta “a un segundo desierto”,20 el cual representa el terreno de la espiritualidad y todo lo que implica mantenerse en ese estado de beatitud, que se confirma con las líneas siguientes: “Me abstenía de encender fogata por miedo a ser alcanzado” y “Me acostaba a la intemperie, entumecido por el frío”; el primero se refiere a la actitud modesta que debe adoptar quien ha arribado a ese punto cuidándose de no “ser alcanzado” por los hostigamientos del ego; en cuanto al segundo párrafo el sentido es claro: las diversas pruebas y trabajos que debe soportar el iniciado para mantener la templanza y su condición de santidad. “Los verdugos metódicos” vienen a simbolizar todas aquellas personas de malas influencias que, con diferentes ardides, arrastran al camino del vicio y la corrupción, los cuales están alentados por un espíritu maligno simbolizado por los “perros negros” y “sus ojos de fuego y ladrido feroz” representan, por un lado, la destrucción de la espiritualidad cognado con el simbolismo del ojo y el fuego y, por otro lado, el peligro y la asechanza, los instintos y los placeres mundanos.21
“Los jinetes” aluden a los “mandaderos de los verdugos metódicos” que ya mencionamos; pero se menciona un particular bastante interesante: la contraposición de dos símbolos encontrados, “el penacho”, que en correspondencia con el símbolo de la corona, la cual según Cirlot toma su sentido esencial de la cabeza vista como emblema y conlleva la idea de la superación puesto que ésta está más arriba de la cabeza, en el “plano celeste”, y en un sentido más amplio el logro de una empresa;22 y “el hopo de una ardita” que Ramos Sucre le imprime un toque de ironía al coronarlos con un gorro hecho de un material tan burdo y que alude, como símbolo, “a conceptos infantiles subconscientes relacionados con el cumplimiento del deber desde una perspectiva de inseguridad”23 lo que equivale a la insensatez, a la negligencia y por ende el fracaso en la senda espiritual, quedando así por completo eliminada la marca positiva que entraña el símbolo anterior.
Luego, finalmente, se sigue el campo semántico de la coronación, es decir, el triunfo pero esta vez del penitente que ya superando todos los obstáculos puede percibir su puerto seguro hacia el refugio de la interioridad desarrollada por el espíritu; es decir, surge ese dios interior de la iluminación de la conciencia, el esplendor del Yo: “Divisé, al pisar la frontera, la lumbre del asilo”, “corrí a agazaparme a los pies de mi dios”; hasta llegar al estado supremo o trascendencia total hacia lo superior, que te coloca en un plano análogo a la divinidad, lo que en las culturas orientales representa el nirvana o evanescencia de los sentidos en el corazón del mundo: “Su imagen sedente escucha con los ojos bajos y sonríe con dulzura”. Que se traduce en la subordinación del ego, el “Yo inferior” a la conciencia superior y la correspondencia o complacencia con la divinidad.
Así, pues, de esta interpretación se desprenden factores que dan a entender una susceptibilidad de parte del protagonista, que no es otro que el eco de la psiquis profunda del autor, una búsqueda hacia la elevación y por tanto hacia un refugio del Ser de las amenazas y peligros que lo circundan, así viene a confirmar la segunda tesis que proponíamos, es decir, Ramos Sucre como hombre que trata de hallar su propio Yo, un hombre que huye de las tinieblas del espíritu hacia la elevación de la conciencia; siendo de este modo, vemos al personaje alcanzar su objetivo y complacerse en ello; vemos, pues, el triunfo de la luz sobre las tinieblas.
Sin embargo, con miras a conseguir las trazas de la primera tesis, es decir, determinar en qué medida Ramos Sucre se acerca al “desesperado que no quiere ser él mismo” observemos otro poema donde el desenlace es inverso al anterior.

LA CUITA
La adolescente viste de seda blanca. Reproduce el atavío y la suavidad del alba. Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía intuitiva. Se expresa con voz jovial, timbrada para el canto de una fiesta de primavera.
Yo escucho las violas y flautas de los juglares en la sala antigua. Los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada, sobre el golfo argentado.
El aventurero de la cota roja y de las trusas pardas arma asechanzas y redes contra la doncella, acerbando mis dolores de proscrito.
La niña asiente a una señal maligna del seductor. Personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés. Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los enamorados.


"La torre de Timón"


Comencemos por destacar que los títulos de la poesía de Ramos Sucre funcionan efectivamente como texto macro de los poemas que contienen; es decir, funcionan como primeros comentarios del discurso que comienza con la voz de la persona poética. En este caso el título alude dentro de su campo semántico al dolor del poeta que yace entre líneas, transparentado en el poema y que canta su congoja por medio de su narración, y esta vez se vale del simbolismo de la virgen o la doncella, que viene a significar la “representación del alma y del ideal”24 encarnada en “la adolescente” que “viste de seda blanca”, la indumentaria no en vano se trata de un material tan terso y suave como la seda que alude a la sensualidad, a la vanidad característica de esa etapa de la vida, asimismo el color, que representa la pureza y la luz y en este contexto termina significando el estado de la inocencia; así, pues, la adolescente entraña esa condición de fragilidad, de la posibilidad de ser corrompida por el vicio.
Más adelante se sigue describiendo el avance de la senda de la espiritualidad transitado por el alma en estado inmaculado, la cual se proyecta como imagen prístina de aquella edad de oro que comentábamos más arriba sobre la ruptura del tiempo y el mundo transhistórico de Eliade, esto se presenta en el párrafo: “Observa, al caminar, la reminiscencia de una armonía intuitiva”; luego señala que tal reminiscencia es ciertamente la clave para el desarrollo del alma; es, pues, la guía, la voz de la conciencia que indica el camino recto hacia la felicidad espiritual; “se expresa con voz jovial, timbrada para el canto de una fiesta de primavera”.
A este punto se salta del personaje lírico al personaje que entraña la psiquis del autor, es decir, el Yo que aquí se infiltra como un personaje-narrador: “Yo escucho las violas y las flautas de los juglares en la sala antigua”, donde los instrumentos musicales equivalen a un sesgo a la conciencia, una interrupción a su serenidad, es decir, comprenden simplemente una distracción que luego se reafirma con “los sones de la música vuelan a zozobrar en la noche encantada, sobre el golfo argentado”. Ahora bien, el simbolismo de los juglares adquiere una importancia crucial, pues, como representación de la actividad originaria en el hombre a su poder creativo, y por ende alude a su capacidad de procreación, viene dado como el elemento que promueve la exaltación de la psiquis, y como a los cambios internos se corresponden los externos, también simboliza el llamado de la sensualidad y el despertar de los instintos que son en realidad nuestros primeros indicios biológicos de la vida o actividad primaria; “la sala antigua” es así otro símbolo de la estancia espiritual y de la pureza en su estado original e incorrupto.
El siguiente párrafo inserta otro personaje, “el aventurero de la cota roja y de las trusas pardas”; en primera instancia se refiere a la personificación de los juglares, aparece ceñido de una cota roja, es decir de una armadura embadurnada del rojo de los impulsos pasionales, símbolo similar entraña la otra prenda; luego se puntualiza: “arma asechanzas contra la doncella”, lo que confirma el sentido que le hemos venido connotando de elemento desestabilizador, luego se asoma de nuevo el Yo psíquico del poeta reafirmándolo: “acerbando mis dolores de proscrito”, y el cual se define como condenado por la debilidad de ceder ante la tentación que se le presenta, o sea, los bajos instintos; por esto mismo dirá luego: “la niña asiente a una señal maligna del seductor”. Entonces comienzan los elementos perturbadores de la pureza, el Yo se ve invadido por las asechanzas de la vida mundana que lo apartan del objetivo que se ha trazado, la meta de la superación: “personas de rostro desconocido invaden la sala y estorban mi interés”.
El párrafo que culmina el poema señala el triunfo de los sentidos sobre la templanza. “Los juglares celebran, con una música vehemente, la fuga de los enamorados”.
Así vemos que, a juzgar por estos dos análisis, la balanza entre los dos tipos de angustia descrita por Kierkegaard se mantiene en equilibrio, ya que se comprende una angustia precipitada hacia el existir, ya sea que triunfe la templanza o el vicio; lo que se marca incisivamente es la búsqueda de la liberación plena de la conciencia humana, pues su angustia se refiere a la condición esencialmente humana, es decir, al pleno existir, y es por esto que el Yo psíquico o poético, así como lo llama Ilis M. Alfonzo, tiene una condición universal que toca la fibra del hombre como Ser ontológico:

“(...) el Yo poético de Ramos Sucre es un signo móvil que sólo puede ser aprehendido en la instancia del discurso creativo que lo contiene, visto éste como parte integrante de un universo más amplio. Es decir, ese Yo constituye una categoría psíquica que trasciende la individualidad del poeta y se convierte en espejo de una conciencia humana de carácter colectivo, asumida por el emisor a través de su discurso y desde la perspectiva de su espacio interior”.25

Así, pues, el acto poético pasa a ser una vía de liberación transitoria o un subterfugio para huir de la aparatosa “ciudad enemiga” del alma, también es el trampolín hacia el mundo del ensueño, de la fantasía; en fin, es el refugio espiritual de un alma compungida por las embestiduras de la vida en cuanto a su faceta externa, pero además también en cuanto a la carga de las cadenas del mero existir, a la prisión del Ser y su consecuente angustia de estar aprisionado en una cárcel de carne y hueso, que por la debilidad de la condición humana en relación con los diversos factores contaminantes a los que está expuesto el Yo, no le permite escalar hacia la cumbre, hacia la elevación de sí mismo; por esto es frecuente en la obra de nuestro autor la llamada incesante al valor de la voluntad ante la impericia, el vicio y los instintos pasionales; de allí que en sus poemas aparezca siempre ese ascetismo pronunciado en sus personajes que encarna el Yo de la humanidad del poeta, el cual se ramifica en una multiplicidad de caracteres y símbolos, pues la característica de estos últimos es precisamente su pluralidad, la apertura del universo sincretizado en el mundo literario de la poética de Ramos Sucre.
Pasemos ahora a revisar de manera sucinta otros rasgos presentes que no dejan de ser importantes a la hora de considerar su contenido.
La melancolía viene a ser una constante en la obra de este insigne poeta, y es que la melancolía encierra en sí misma un estado de frustración y a la vez de nostalgia; la nostalgia, en este caso, de la reminiscencia de aquella época dorada en alianza con la divinidad; claro está, este fenómeno se produce siempre en el marco de la interioridad y de los sentidos de manera inconsciente, o aflora por lo menos de manera fortuita a la conciencia, o en palabras del mismo poeta como “reminiscencia de una armonía intuitiva”, o quizá la melancolía está más bien asociada a la subordinación del ánimo del hombre, único animal consciente de su extinción, quizá sea más bien ese fervor humano por sobrepasar los límites de su propia humanidad, de conseguir la liberación de la tumba de los sentidos como ya lo anunciaba el pensamiento platónico: “σωμα σεμα εστι”,26 y del que también se nutrieron los estoicos. Es en este sentido que Eloy Valero concibe la estética de Ramos Sucre dentro de lo saturneano:

“Saturno ha descendido hasta nosotros como una idea a la manera platónica: una entidad que posee cierta plasticidad y función (...). Tan antigua como la civilización misma, es esta idea de la melancolía. Idea que nos identifica un temperamento y revela una paradoja: reflexionamos sobre nuestra existencia precisamente porque la sabemos finita, sólo podemos apreciarla contra el horizonte de la muerte. Nos inclinamos meditativos sobre un misterio que por una parte nos supera y por la otra nos niega: de la presencia plena del ser a la ausencia muda de la muerte. Quizás sea por esta razón, entre otras, que se le atribuya a Saturno el ser mensajero de una edad arcádica y feliz previa a la hecatombe primigenia de la que surgió el mundo”.27

Pero antes de la muerte se encuentra la agonía, el dolor que se traduce como la lucha interna entre el mundo espiritual y el mundo de los sentidos; es, pues, la agonía de un hombre que se debate entre las dos lanzas en ristre de los lados opuestos de su Yo, así como la dualidad del mundo que no deja de sumir el espíritu al duro juicio del libre albedrío, a la cuerda floja del existir que no es otra que la duda, la hesitación del camino a seguir; es, pues, la agonía de batirse en cierto tipo de infierno maniqueísta de donde sólo se logra escapar por medio del afianzamiento de la voluntad hacia la templanza del ánimo en ese trabajo de anacoreta que se resigna a su padecer con tal de arribar a su objetivo. Buena parte de este sentido lo encontramos en poemas como: “Entonces”, “Cansancio”, “La tribulación del novicio”, “La cuita”, “El solterón” y, entre otros tantos, “Elogio a la soledad”, que a propósito trae a colación el sentido de ésta en el acervo poético de Ramos Sucre que no es otro que el del asilo, la guarnición del espíritu, el desierto propicio para la revelación divina, donde los “santos que renegaron del mundo (...) tuvieron escala de perfección y puerto de ventura”.
Así, pues, si la soledad es el asilo mágico para aquellos espíritus sensibles al suburbio, “al signo molesto de la realidad” y al desenfrenado materialismo, alegando que “siempre será necesario que los cultores de la belleza y del bien, los consagrados por la desdicha se acojan al mudo asilo de la soledad, único refugio acaso de los que parecen de otra época, desconcertados con el progreso”. Entonces la muerte pasa a ser el alivio de todos los sufrimientos padecidos en el ejercicio ascético y en la soledad, pues la muerte en la poética de Ramos Sucre va asimilada a la liberación del espíritu más que a la fatalidad que pueda comportar el hecho de la muerte; así lo corrobora Ilis Alfonzo con lo siguiente:

“Sólo enfocada desde una perspectiva simbólica se podrá comprender la vivencia de la muerte confrontada por el sujeto lírico del poema, pues únicamente entendida la muerte como rito de tránsito de un estado del ser puede el Yo contar dicha experiencia; es decir, rememorar una metamorfosis de orden espiritual. Toda transformación implica el fin de algo existente y para alcanzar un nuevo estado de vida es preciso morir (...)”.28

Tal es pues el sentido de la muerte, y en general todos los rasgos que hemos señalado acaban convergiendo en un solo punto: la trascendencia. Y ésta se ve abordada desde la perspectiva de los símbolos que subraya el carácter psicológico del poeta en su comprensión de la vida como un tramo existencial donde se deben afrontar las penas y dolores que provoca dicha existencia para así resurgir a una nueva conciencia; asimila, por tanto, las viejas concepciones religiosas de la antigüedad en cuanto a la trascendencia de un nuevo mundo, una vez conquistadas las pruebas que impone éste; así, pues, se entiende el camino misterioso que se vislumbra en ese Yo poético de su obra, que no es más que el Yo herido y sublimado por la balanza del bien y del mal, camino que sólo se comprende como la guía que lleva hacia ese estado de la sublimación y la muerte es precisamente la liberadora, “la blanca Beatriz” que lo llevará de la mano hacia ese mundo del esplendor espiritual, es la muerte el constante símbolo que subyace en su poesía bajo diferentes aspectos y personalidades que lo ayudará a encontrarse con su Ser verdadero, al igual que todos los personajes forman parte de ese universo trascendental que, magistralmente, Ramos Sucre ha sabido inmortalizar en su obra.
Hasta este punto hemos tratado el contenido de la obra, pero todos estos elementos que acabamos de perfilar se ven enmarcados en una forma, que como ya lo habíamos comentado, el poeta se esforzaba de tal manera en bruñir su obra que muy difícilmente se le pueda encontrar un punto de fisura en su escritura. Sin embargo, queda siempre un tipo de duda y más que duda se podría decir que se trata de una verdadera perplejidad entre sus críticos, y es el hecho ¡innovador!, por lo menos en las letras hispanoamericanas, de la composición de la obra de nuestro poeta, es decir, el hecho de que se presente un texto aparentemente prosado con todas las características del más cincelado de los sonetos y con la sensibilidad de la más apasionada lira. Es un hecho innegable, no obstante, que se trata de legítima poesía, pues tiene características y cuenta con recursos poéticos precisos que así lo confirman, pero también es una prosa, en todo caso exquisita, que lleva un lineamiento sintáctico y prosódico que lo acerca a las estructuras de los clásicos grecolatinos, cuestión que en el caso de este insigne cumanés es totalmente comprensible gracias a su abnegación al cultivo de las letras clásicas y a su vasta erudición; se presenta, pues, si se quiere, como un híbrido a los ojos de sus contemporáneos, que lo colocan como un caso excepcional en la poesía latinoamericana y que lo coloca como figura vanguardista de punta de lanza.
Sin embargo, este tipo de escritura ya venía aflorando en el seno del romanticismo y modernismo francés en figuras como Baudelaire que tenía como ejercicio literario el apunte prosado de sus “cohetes” o “destellos”, como él les denominaba, de sus poemas; una especie, pues, de esbozo literario que fundamentaron muchas de sus poesías, las cuales Baudelaire luego publicó bajo el nombre de Pequeños poemas en prosa, pero la diferencia entre éstos y La torre de Timón, El cielo de esmalte o Las formas del fuego es que fueron escritos deliberadamente en ese estilo tan particular que lo caracteriza, quizás se pueda creer, haciendo una ingenua inferencia, que Ramos Sucre condensó aquellos estilos remozados por el romanticismo y las estructuras poéticas y estructuras del simbolismo de Baudelaire o de Nerval, y las fusionó con su particularísima voz poética que le imprime ese tono tan único que es, sin duda alguna, el Yo existencial de nuestro poeta. Observemos otra opinión al respecto para que sirva de colofón a esta idea.

“En todo caso es evidente que Ramos Sucre no eligió la forma aparencialmente prosística porque careciera ‘del dominio de la rima’, como se ha pretendido, sino porque optó a conciencia por una forma que ya tenía historia (desde Baudelaire al menos) y que ni puede definirse como ‘poema en prosa’ ni como ‘cuento’, pues maneja recursos de ambos. Cuando los instrumentos lingüísticos y estilísticos que pone en funcionamiento Ramos Sucre se adecúan mejor al narrar, nos encontramos claramente en la órbita de un ‘cuento’, pero cuando voluntariamente los dificulta, rompe o escamotea, nos aproximamos al ‘poema en prosa’, sin abandonar por eso una cierta ilación narrativa que no es específica del cuento, sino, diríamos, del relato (del récit) en lo que a éste tiene de expresión indistinta de múltiples géneros, pues está en la poesía, aun en aquella más lírica y concentrada, en la novela, en el teatro, en las series de imágenes que componen un filme, en cualquier manifestación secuencial donde los distintos elementos componentes funcionan como eslabones que se articulan lógicamente entre sí para formar una cadena, ya sea de causa a efecto, ya sea meramente de antecedente a consecuente”.29

Toda esa concatenación de elementos se sucede y desarrolla en ese movimiento casi fílmico que Ángel Rama tan puntualmente ha señalado, a través de recursos literarios que lo hacen posible.
Para entrañar estas consideraciones literarias y la estructura poética de Ramos Sucre hay que discurrir en la prosodia que comprenden sus escritos, la cual no se ve como una mera acentuación rítmica lograda por estribillos, hemistiquios o cualquier otro recurso poético tradicional de trabamiento de rimas asonantes o consonantes, pues su prosodia no se encuentra en estos elementos sino en el ritmo que marca su escritura apodíctica, llena de aposiciones y calificativos exactos, todos estos recursos enmarcados en una secuencia de oraciones y párrafos cuasisimétricos delimitados con una puntuación determinante, estos elementos intensifican el ritmo de la prosa de manera que se acerca por su forma cuantitativa del tratamiento de las sílabas a la poesía rimada, y por otro lado, el uso de las aposiciones le confiere al texto ese tono reflexivo constante que tan acorde se presenta con el contenido. Además existe una relación sintáctica entre las oraciones dadas por repeticiones de formas verbales personales, igualmente guiadas por una secuencia, si no matemática, sí numérica; con escasas formas perifrásticas, recursos que le confieren al escrito ese sincretismo y condensación.
Otro de sus tratamientos es el uso de la primera y tercera persona, casi siempre del singular, que otorgan ese sentido de la introspección y de la expectación que son, esencialmente, las posturas del contemplativo y del hombre reflexivo de talante filosófico. Por otro lado, está el uso preferente de los tiempos en pretérito y con mayor frecuencia el pretérito imperfecto, el cual por su propio aspecto de prolongación del pasado, le da esa facultad al escrito de traer a la memoria un pasado eternizado en el presente, consiguiendo de esta forma la concepción que sustenta el pasado translingüístico o la reminiscencia, estos mismos efectos los consigue con el uso del presente histórico pero a diferencia de traer a colación el tiempo pretérito al presente, con éste el Yo poético se traslada hacia aquel pretérito u otrora, que equivale a la búsqueda de “paraíso perdido” del mismo, es decir, a la era mítica de la edad de la inocencia; asimismo, estos recursos encajan con el mundo onírico y fantástico expresado en su obra.
Así, pues, vemos a un escritor que escribe con la premura, con el aplomo, con la fuerza, con el desconcierto, con la serenidad de estar convencido de que él es el único testigo de una realidad que le es profundamente extraña y que él comprende atroz. La comprende atroz como sólo puede hacerlo quien se ve prisionero en las ergástulas del cuerpo; “σωμα σεμα εστι”, había dicho Platón, y Ramos Sucre quería abandonar esa tumba, morir y renacer a una nueva conciencia, y todo dictado por la Voz de esa alma misteriosa y profunda del Yo que alcanza a ver intuitivamente, borrosamente, como un sueño, o lúcida e incandescentemente, aquel pretérito que se asoma al presente como por un presagio y con el cual practica un rito que ignora, que nadie le transmitió pero que pertenece a épocas ancestrales. Su invención literaria es radical. Se empecina en subvertir las claves puestas en sus textos; sin embargo, todo posee significado, cada frase parece conducir a la realización de la fábula, a un maravilloso universo que surge desde las más abismales profundidades de su Ser, al mundo de un ensueño lírico proveniente de un único anhelo: la trascendencia; pero que tiene siempre su referente en el mundo real, en el mundo de la injusta acrimonia en contra de los débiles, un mundo aborrecible para el poeta abismado en su Yo, que se presenta sañudo y con mirada adusta, alejado de la muchedumbre, que se declara amante del “dolor, la belleza y la crueldad, sobre todo esta última, que sirve para destruir al mundo abandonado al mal”. Sin embargo, como un hombre que interiormente abriga la esperanza de la superación del Ser a través del esplendor de la conciencia y por ende da un voto de confianza a la humanidad, pues reconoce la hermandad que conviene con el prójimo, comprende la humildad como penitente que es; se ve, pues, como un hombre sencillo que tiene la capacidad de decir: “tomo el periódico, no como el rentista para tener noticias de su fortuna, sino para tener noticias de mi familia, que es toda la humanidad”; un hombre, pues, que escuchó el llamado de su corazón y sintió la amalgama del universo en su Ser, y que como deber de sagrado profeta debía comunicar a su familia el arcano de ese tesoro olvidado, compartido con todos pero imperceptible para los insensatos, así que se valía de su magia poética para comunicar, con pericia de alquimista, la enseñanza de los ancestros que viven en la conciencia del mundo.


Bibliografía

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* Valero, Mario. El legado de Saturno en la obra de José Antonio Ramos Sucre, Dirección de Publicaciones del Rectorado de la Universidad de Carabobo, 1997.



Notas

1. Estos datos biográficos y sus diferentes ediciones fueron tomados a modo de suplemento informativo de la Fundación José Antonio Ramos Sucre.
2. I. M. Alfonzo en La búsqueda secreta de José Antonio Ramos Sucre, Venezuela, 1988, p. 17.
3. Le Rêve est une seconde vie. Je n’ai pu percer sans frémir ces portes d’ivoire ou de corne qui nous séparent du monde invisible. Les premiers instants du sommeil sont l’image de la mort;un engourdissement nébuleux saisit notre pensé, et nous ne pouvons déterminer l’instant précis où le moi, sous une autre forme, continue l’œuvre de l’existence. G. Nerval. Aurélia, París, 1963, Cap. I. p. 3 (traducción propia).
4. Pero no hay que dejar de tomar en consideración el título que R.S. le coloca al citado poema.
5. “El sueño es hermano de la muerte”.
6. O. Beigdeber. La simbología. Barcelona, 1971, p. 5.
7. R. Guillón. “Simbolismo y Modernismo”, en I. M. Alfonzo, 1988. p. 56.
8. Ídem.
9. M. Eliade. Imágenes y símbolos, Madrid, 1979, p. 12.
10. Á. Rama. El universo simbólico de José Antonio Ramos Sucre, Cumaná, 1967, p. 35.
11. Op. Cit., p. 8.
12. P. Ricoeur. Le conflit des interprétations. Essais d’herméneutique. París, 1969, pp. 283-284.
13. E. Cassirer. Antropología filosófica, México, D.F., pp. 47-49.
14. M. Gibson. El simbolismo. Alemania, 1997, p. 19.
15. “No hay otra verdad más cierta, más independiente ni que necesite menos pruebas que la de que todo lo que puede ser conocido, es decir, el universo entero, no es objeto más que para un sujeto, percepción del que percibe; en una palabra: representación”. A. SHOPENHAUER: El mundo como voluntad y representación, México, D.F., 1998 p. 19.
16. S. Kierkegaard. Tratado de la desesperación, Madrid, 1994, pp. 23-24.
17. Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos. Ed. Siruela. 1997.
18. Para mayor comprensión del símbolo me voy a permitir citar a Cirlot al respecto: “El árbol representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inagotable equivale a la inmortalidad”. Según Eliade, como ese concepto de ‘vida sin muerte’ se traduce antológicamente por ‘realidad absoluta’, el árbol deviene dicha realidad (centro del mundo). El simbolismo derivado de su forma vertical transforma ese centro en eje. Tratándose de una imagen verticalizante (...), se comprende su asimilación a la escalera y a la montaña, como símbolos de la relación más generalizada entre los ‘tres mundos’ (inferior, ctónico o infernal; central, terrestre o de la manifestación; superior, celeste). (...) Según Rabano Mauro, en Allegoriae in Sacram Scripturam, también simboliza la naturaleza humana (lo que, de otra parte, es obvio por la ecuación: macrocosmos-microcosmos)”. Idem cita 8, pág. 89.
19. Idem cita 8, pág. 351.
20. “Dice Berthelot que los profetas bíblicos (...) no cesaban de presentar su religión como la más pura de Israel. Esto confirma el valor específico del desierto como lugar propicio a la revelación divina (...). Ello es causa que, en cuanto paisaje en cierto modo negativo, el desierto es el ‘dominio de la abstracción’, que se halla fuera del campo vital y existencial, abierto sólo a la trascendencia”. Bis cita 8, pág. 170.
21. Según Armando Carranza los ladridos simbolizan tres formas de inquietudes; sin embargo, a efectos de este contexto sólo citaré las dos primeras: “La primera es alarma sobre peligros que acechan en lo personal a quien sueña o al terreno en que se desenvuelve. La segunda es manifestación de la parte animal (...), la sexualidad, el interés por las cosas de la vida material más placentera, ámbito de influencia del nahual. A. Carranza. “Comprender y usar los sueños”. Barcelona, 2002, p. 361.
22. Op. cit. 9, p. 150.
23. Op. cit. 13, p. 193.
24. Op. cit. 20, p. 285.
25. Op. cit. 2, p. 75.
26. “El cuerpo es una tumba”.

*Argimiro Torres.El Médico Poeta. Recopilador y analista

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